viernes, 8 de abril de 2011

Serpentín de La Herradura

Fuente La Republica


Por Eloy Jáuregui

Mi primera novia tenía 15 años y era una joven delgadita y con lentes,  que impecablemente, a las 11 de la mañana, echaba su cuerpo tras un traje a lo Rita Hayworth en las arenas de la playa de La Herradura. ¿Arena? Sí, la había en aquel tiempo y más. Existía el mejor bar, la mejor ola y la mejor bocina, que habitaban en esa playita que fue la joya del Pacífico, al sur del paraíso y donde descubrí que las persona se podían amar con trajes de baño, que las tías podían rajar de medio Perú y que nuestros padres se podían tirar un revolcón mientras los parlantes anunciaban que ya era las 6 de la tarde y el cielo les quitaba el permiso para ser rijosos.


Don Renato Lértora, barranquino con ADN de balneario de estirpe, llegaba de lujo a mirar la tierra rodar y mi familia se computaba que el lugar era Copacabana en Chorrillos donde uno podía encontrar restos de la guerra con Chile, subir por el “paso de la araña” para llegar a La Chira o meterse un gran pajazo aguaitando los departamentos de Las Gaviotas, edificio que se erectó al fondo del sitio para que la playa tenga prosapia de bahía a la manera de la Costa Azul del Mediterráneo.


Veguita sabe más del asunto porque ahí se computaba Carlos Dogny haciendo pesas con libros de viejo. Pero en La Herradura yo conocí a Paul Anka y Neil Sedaka cantándoles a las jóvenes casquivanas que hoy lloran la muerte vergal del tremendo Ricky Martin.


Esa vez que mi hermano mayor conducía un Mercedes Benz, y llegábamos con nuestras trusas  atigradas, conocí el concepto bar-mar.


El Donofrio, la Suizo o el Nacional eran antros, en el mejor sentido de la palabra, donde los de la clase media, chapábamos aires de igualados. Yo estrené mi traje de ‘Tarzán de acequia’ en la piscina, que entrando a la derecha, era un lugar para la carca repentina. Es de esa época que conocí a Eliana, el amor de mi vida, que no existía pero yo la soñaba para vivir con ella mis últimos días.


La primera vez que estuve en La Herradura llegué en bicicleta. En Surquillo alquilaban las ‘biclas’ y yo no había conocido a Julio Ramón Ribeyro. Mi aparato de 2 ruedas de pronto apareció en una pista angosta, en la orilla del abismo, y circundante a la vera de las sexualidades de las curvas de la pista. Ese era el famoso “Serpentín de la La Herradura”.  Confiaba en la habilidad para doblar en los recodos y sabía que a la velocidad que bajaba, me podía terminar empotrado en las garras de la mar. Hasta que uno pasaba El Salto del Fraile, y creía que era el capitán Nemo de Julio Verne.


Cuando mi hijo Rodrigo cumplió los 12 años, lo invité y se peló. Ya era otra playa. Todo, absolutamente todo, había perdido el encanto. Él exigía Río de Janeiro y yo le regalé una playa vieja y nublada de nostalgias. Es verdad, era una arena de memorias, un oleaje de melancolías. Cierto. Me pedí una cerveza. Miré el horizonte. Imaginé a las señoritas Cataño que llegaban a las 11 y se caleteaban a la hora que uno se pone duro, y me quedé escuchando las bocinas de una gaseosa que daba la hora. Tengo una memoria de felicidad, pero en alguna brecha me queda el desencanto. Mi madre, que se me muere en estos días, siempre que lucía su traje de baño me decía: “Quiérelos a todos”. Es verdad, ella temía solo al túnel de La Herradura. Yo también.

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Playa La Herradura en 1973

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