viernes, 8 de abril de 2011

El verano que pasó

La Republica

04 de abril de 2010

Por: Eloy Jáuregui





Existe un reportaje de Hemingway escrito para Life en tres entregas: “Un verano peligroso”, le pusieron los editores a aquello que luego publicaron como libro. Este no es el caso. Hablo de este verano que ya se acabó, de la patinada de Aurelio Pastor, del trabalenguas de Lourdes Flores, del choro monse, el tristemente célebre “Lucky Luciano”, de lo guapas que están las niñas de San Bartolo y de los tonazos en la casa del Dr. Morillas. Lo de “Eisha” está para la China Tudela y Josefina Barrón. Contaré de mis playas. Desde la Plaza San Martín, tranvías olorosos nos llevaban a La Punta. Y la línea de los “acoplados” que terminaba en Chorrillos a tiro de piedra de la playa de Agua Dulce. El verano era otra cosa y nuestra piel otra costra.


Hay una foto de La Punta. Es de los años cuarenta y cuelga como otras en la pared de la cantina de Don Giusepe. Cinco muchachas de vestidos ligeros apurados por el viento, caminan armonizadas con sus risas. Uno las imagina alegres y más jóvenes porque no solo supone que están enamoradas. Detrás, el viejo edificio de madera de los famosos baños y el letrero “Toddy” de la heladería que se afirma. Ese sería un verano glorioso. En realidad, La Punta, con prosapia desde 1910, era ardid y refugio para corsarios del verano. El mar, ese océano a orillas del goce y el pecado. El “point” de la época era el “Gran Hotel”, destruido por un incendio en 1914. Hoy todo es distinto. A la vera de la Escuela Naval, las playitas albergan a lorchos y zambos igualados que se codean mirando la isla de El Frontón y en la playa de Cantolao, los vecinos han separado su reducto para no ser infectados por el tufo de la cholería que baja a raudales a pegarse su playazo junto a la gente de estirpe antañona. El distrito luce esmerado, no obstante, en la esquina de la Cantina de Giusepe, todavía llegamos los de aquí y los de acullá. Harta huevera y choros a la chalaca.


Pero al otro lado, en Agua Dulce la arena es gris color gasfitero y el mar verde cual palta de estación. Las carpas a rayas, los barquillos y chupetes y las olitas con espuma a detergente y un olor a calcetín popular. El sol amariconado nos fríe al mediodía y mi padre me deja al cuidado de mis hermanas, ingresa al mar y por Pescadores se instala en el bar “Tíbiri Tábara” frente a una cerveza al polo. Canta Bienvenido Granda “Señora” y el viejo en truza a Tarzán de acequia baila en una loseta con una maroca con un aire a Sonia Furió. Yo lo observo cómplice. Mi padre es Fred Astaire y mete rodilla que da miedo. Lo dejo empiernado y me regreso.


Los tallarines rojos con su troncha de pollo al curry después de un chapuzón son una maravilla. Mi madre nos sirve con esmero y mis hermanas se embadurnan las piernas con una grasa hecha en casa. Da brillo y vigor me dice la mayor y yo celoso miro a los que la miran. Ahora estoy tirado sobre la arena semitapado y observo el cielo asombrado. Soy limeño de segunda generación y me pica mi ciudad, mis vecinos y el bajo vientre. Mi padre ha regresado ‘picado’. Me mira y sabe que soy su cómplice. Y mientras al sol se lo traga el mar, regresamos a casa con el único trofeo de clase: un manojo de lornas para la dignidad de nuestra vieja sartén.




Playa la Punta, Callao. José Carlos Mariátegui, César Falcón, Felix del Valle y una persona no identificada, aproximadamente en 1916.

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